Encuentro en Turín con los dinosaurios de Ezio Gribaudo (1929-2022)

Ezio Gribaudo, Teatro de la Memoria, Collage. En Omaggio a Ezio Gribaudo.



Ezio Gribaudo, Brontosaurio, técnica mixta sobre yute, 1982, 180 x 151 cm. 



El estudio de Gribaudo en Turín. Fotografía: Luisa Porta e Daniele Ratti. En Internet: VER Un espacio que promueve visitas guiadas -totalmente gratuitas- a los lugares de interés de esta ciudad, incluyendo arquitectura, interiorismo, patrimonio histórico y paisajes urbanos. 



Ezio Gribaudo frente a una de sus obras. 1968. Fotografía: Gentileza www.lavenaria.it 



El catálogo de la exposición «Poesía de la materia», de Ezio Gribaudo. Colección Irina Podgorny.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

Fines de septiembre de 2023. Un domingo de sol, ideal para visitar, antes de dejar Italia, la exposición que sobre la mesa cortesana acababa de abrir en la Venaria Reale, una de las residencias de la Casa de Saboya. Primera en la fila tras una escalera subida a paso vivo, tres palabras en italiano en la puerta de una sala pequeña situada a la derecha de mi destino me desviaron del cronograma previsto: “Poesia della Materia”. Una muestra del artista turinés Ezio Gribaudo, cuyo nombre, hasta entonces desconocía. Para mi sorpresa, en esos cuartos del palacio estaba enmarcada una historia geológica del mundo. Huellas, fósiles de papel, letras grabadas, meandros, altimetrías y blancos de lejía. Improntas e impresiones resultantes de la obra de los hombres y de los años. Una creación artística donde los logogrifos [1], esa realidad, suceso o comportamiento que no se alcanza a comprender, o que difícilmente puede entenderse o interpretarse, se transforman en estratos topográficos de papel secante, el material por antonomasia de los filatelistas, esos viajeros que recorrían el mundo a través de los nombres y paisajes de las estampillas. Donde las noticias se hunden en el papel. Donde lo pasajero, es oro.

    

Vista panorámica de la Venaria Reale. Fotografía: Gentileza www.italia.it


Antes de irme, no pude evitar la compra del catálogo a sabiendas que las valijas, a esa altura, no toleraban un gramo más. Un libro que devoré esa misma noche para enterarme que Gribaudo había fallecido el año anterior y que esa muestra se había inaugurado el 22 de junio en el primer aniversario de su muerte.

 

Allí, en el catálogo, vi las imágenes de su estudio, una obra del arquitecto Andrea Bruno, el mismo del museo del Castello di Rivoli y de la reforma del Museo Regional de Historia Natural de Turín que también había visitado en esos últimos días. Cubos de hormigón armado, una suerte de búnker, una geometría despojada marcada por la impresión del encofrado, una de las chifladuras de mi padre. Imposible resistirme a esa combinación de cosas que marcaron la infancia de la hija de un ingeniero de Quilmes, amante de las estructuras y de la línea sin demasiadas vueltas. Y hacia allí me encaminé.

 

No recuerdo cómo di con la dirección, pero el estudio se encuentra del otro lado del río Po, pasando la Iglesia de la Gran Madre de Dios, al pie de la colina turinesa y al fondo de una calle, apenas visible. En la puerta, segunda sorpresa, quizás era la tercera, no lo sé: un jardín, pequeño, repleto de dinosaurios presididos por uno en piedra que, con su cuello largo a la manera de un diplodocus, parecía nacido de las paredes de esa casa datada en 1974.

 

A punto de retornar a la agenda con todo lo pendiente de ese, mi penúltimo día en la ciudad, vi a un señor saliendo del estudio con unos rollos destinados a los contenedores de papel. Quienes me hayan leído en estas páginas saben de mi debilidad por la basura y probablemente alguno recuerde mi tesis que propone que la arqueología prehistórica y la paleontología emergieron del resumidero y de ese interés por darle valor científico y económico a los residuos de la humanidad y del pasado del planeta. Así que, sin esfuerzo, también concluirán que mi equipaje volvió a sumar unos cuantos kilos.  

 

Tampoco pude evitar conversar con el dicho señor quien me invitó a entrar y hablar con Paola Gribaudo, la hija de Ezio, quien, esa mañana, se encontraba en el estudio. Las sorpresas ya no tenían orden ni número: de pronto me encontré rodeada de dinosaurios, en papel, en témpera, en acuarela, en yute, en blanco sobre blanco, en jaulas, volando, reptando por esa escalera y a trasluz de esos ventanales abiertos a la mole Antonelliana.

 

Pronto me enteré que el interés de Gribaudo por los dinosaurios empezó en Oceanía, esa especie de mundo perdido, donde las plantas, los animales y las rocas más extrañas conviven con el presente que, como sabemos, se desarma a cada instante. Pero, sobre todo y como no puede ser de otra manera, se consolidó en un museo de historia natural, en su caso en el de Nueva York, donde los huesos de esos animales que ningún humano ha podido ver al lado suyo, se hicieron esqueleto gracias a la industria y la riqueza de los magnates de los Estados Unidos. ¿Cómo no entusiasmarse con ese pasado montado y sostenido con metal, con esas obras demasiado humanas, demasiado contemporáneas pero que pretenden testimoniar lo ocurrido hace cientos de millones de años? ¿Cómo no admirar la proeza de representarse a sí mismos como imagen y semejanza de una naturaleza que nunca fue y que solo existe gracias a nosotros, sus inventores? Un nosotros y un artilugio que incluyen a los museos, los paleontólogos, los artistas, los cineastas: a todos esos seres humanos que duermen la siesta abrazados a un dinosaurio y se despiertan dispuestos a darle color, forma, relleno. Quizás por ello algunos de los dinosaurios de Gribaudo se asemejen a los animales del arte del paleolítico europeo; a fin de cuentas, la humanidad nunca ha dejado de convivir con ellos.

 

Porque llegados a este punto, los dinosaurios, los verdaderos, nunca han salido de la tierra; proceden de las cajas de juguetes, del papel, del dibujo; son proyectos, obras, esculturas, cuya autoría, sin embargo, se disuelve en el anonimato de la historia natural. Una combinación aleatoria de huesos y yeso, resinas y siliconas, articulada por el hierro que reemplaza los tejidos tragados por el tiempo. Una estructura que -ya sea en los museos o en la anatomía que nos sostiene- empieza por la columna vertebral, de donde se cuelgan las costillas, la cabeza, las cinturas, las patas. No por nada, Gribaudo, quien, a fin de cuentas, viene del arte de la impresión, supo crear un tipo gráfico con las piezas de madera con las que se componen los modelos de dinosaurios para armar: una U invertida o diapasón que se repite en muchas de sus obras, como un tipo de imprenta jurásico.

 

Pero, como también sugiere Gribaudo, los dinosaurios conviven con nosotros. O, dicho de otra manera, el siglo XX no se puede concebir sin su existencia.  Estados Unidos, el país con mayor cantidad de autos por familia; Turín, la ciudad del arte contemporáneo, la antigua capital del automóvil. Cada auto, cada kilómetro recorrido en sus entrañas, vive, se mueve gracias al petróleo y sus derivados. Y aunque este hidrocarburo de origen fósil sea, en realidad, el fruto de la transformación de la materia orgánica procedente del zooplancton y de las algas que, depositados en grandes cantidades, fueron posteriormente enterrados bajo pesadas capas de sedimentos, ¿quién no recuerda las explicaciones que mostraban cómo el cadáver descompuesto de un dinosaurio de enormes proporciones, se transformaba en un estrato negro y oleoso que dormía esperando la perforación que lo llevara a la superficie para, así, mejorarnos la vida?

 

Una asociación exagerada o más bien falsa, pero eficaz, surgida de las campañas de prensa de una petrolera estadounidense, la Sinclair Oil and Refining Corporation, empresa fundada en 1916, cuyos publicistas en la década de 1930 recurrieron a los dinosaurios para promocionar sus lubricantes refinados a partir de petróleo crudo, que por entonces se databa como un evento ocurrido cuando estos vagaban por la Tierra. La campaña incluía una docena de dinosaurios, pero fue “Dino”, el brontosaurio, un gigante de cuello largo, similar al que hoy saluda en la puerta del estudio turinés de Ezio Gribaudo, el que cautivó a los estadounidenses y que la compañía registró como imagen corporativa en 1932. Un Dino de “tamaño natural” apareció en 1933 en la Exposición Universal de Chicago, “El siglo del progreso", junto con otros dinosaurios construidos por P. G. Alen, conocido por sus animales de papel maché usados en las películas. Poco después, Sinclair editó un álbum de figuritas y, cada semana, las estaciones de servicio distribuían las imágenes de los dinosaurios para completarlo, una campaña que, replicada por la radio, fue un éxito descomunal.

 

El álbum de figuritas editado por Sinclair en 1935. Coleccionable desde entonces.


En 1963, un globo verde y gigante con forma de Dino se paseó en el desfile de Acción de Gracias de Macy's, el almacén por departamentos que se publicitaba como “la tienda más grande del mundo” y pronto se convirtió en la mascota preferida de los consumidores estadounidenses, hasta el punto de que, en 1975 fue nombrado Miembro Honorario del Museo de Historia Natural.

 

Antes, Dino, el brontosaurio, se había presentado en Nueva York junto con otros ocho que incluían un estegosaurio repleto de placas y un tiranosaurio; todos hechos en fibra de vidrio y provistos de movimiento y animación. Estaban destinados a “Dinoland”, el pabellón de la petrolera Sinclair en la Feria Mundial de Nueva York de 1964-1965, al que llegaron en barcaza, saludando desde el río Hudson. La construcción de estas bestias había llevado tres años y fue el resultado del trabajo de un equipo de paleontólogos, ingenieros y expertos en robótica: diseñados por Louis Paul Jonas, un escultor de animales salvajes, se basaban en el trabajo de los paleontólogos Barnum Brown, del Museo de Historia Natural y John H. Ostrom, del Museo Peabody de la Universidad de Yale.

 

Dinoland contó, además, con máquinas que, por 25 centavos, moldeaban al instante un dinosaurio en plástico Dinofin, otro producto patentado por Sinclair. Terminada la Feria, los dinosaurios se desmontaron para recorrer el país y reaparecer en el desfile del Día de Acción de Gracias de 1966, dos años antes de la primera visita de Gribaudo a Nueva York, cuando llegó acompañando a su amigo Lucio Fontana [2] que organizaba su primera exposición de este lado del Atlántico norte, el motor de la sociedad de consumo, donde los dinosaurios volaban aún sin alas y por un cuarto de dólar, cualquiera se convencía que podía comprar su propio dinosaurio.

 

Esas asociaciones surgidas de las manos de las petroleras, los museos y la publicidad, le dieron forma a esos deseos y a estos animales de resina y papel, cuya historia ya nadie recuerda pero que Gribaudo y Fontana no solo vieron nacer: fueron testigos de cómo, a través del tanque de nafta y de las tiendas con los objetos más absurdos, se instalaron en las casas de aquel país y no hay quien los saque.

 

Hoy los dinosaurios se cuelan por las ventanas y las rendijas y hoy, como ayer, nos hablan de un mundo donde el pasado y el futuro se confunden según las convulsiones de la Tierra y de los hombres. Gribaudo supo verlo y los transformó en los fósiles del siglo XX.

 

Quizás dentro de unos años, aquel señor que me permitió entrar en el estudio se pregunte por qué lo hizo. Será, ese es mi deseo, cuando los dinosaurios de Gribaudo hayan abandonado el búnker de su creador para repoblar el planeta que -quién lo duda- sigue siendo suyo. 

 

Notas del editor:

1. Logogrifos: Según la Real Academia Española de la Lengua, pasatiempo que consiste en adivinar cierta palabra y otras más cortas, que se obtienen combinando las letras que forman la primera, a partir de pistas sobre su significado.

2. Otras sorpresas al conocer la biografía de Gribaudo, resultó ser amigo del artista  italo-argentino Lucio Fontana (Rosario, Argentina, 1899 – Comabbio, Italia, 1968) , famoso por sus lienzos perforados y cortados, y por sus manifiestos centrados en el llamado espacialismo. Además, Gribaudo expuso su obra en el Centro Cultural Recoleta en 1998, la exhibición fue acompañada del Catálogo.


 * Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


Suscríbase a nuestro newsletter para estar actualizado.

Ver nuestras Revistas Digitales