Un poco de hielo para el verano austral

El Endurance a toda vela, retenido en el mar de Weddell, 1915. Fotografía sobre vidrio de Frank Hurley.



La primera ciudad en la Antártida: Corte perspectivado general. Proyecto realizado por el arquitecto A. Williams.  Imagen: Archivo Amancio Williams. 



El Scoti navega junto a un témpano de hielo en la expedición comandada por William Speirs Bruce. Imagen -lantern slides- subastada por Hilario en agosto de 2019.



El Endurance actualmente, en las profundidades del Atlántico.


Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

A mi mamá le gusta ir al teatro. Llueva, truene, con artrosis o sin ella, con ola de calor o temporal de nieve, en los teatros respira y vuelve a sonreír.

 

A mi… no tanto, prefiero el cine, la ópera o mi casa. Así que hablaré por ella, por mi mamá, que -valga la aclaración- no necesita intérprete y ayer, con 40° de sensación térmica, invitó a mi hija y a sus profesoras de gimnasia a pasar el atardecer en “28 almas en el hielo”, que, con ellas, sumaban 32.

 

Una obra de Silvia Copello sobre la odisea antártica del grupo comandado por el irlandés Ernest Henry Shackleton (1874-1922) y que transcurre en su Pasillo ubicado entre Almagro y Caballito. Una consecuencia del viaje de la autora al Mar de Weddell, una pieza que coincide con el hallazgo en 2022 y a 3008 metros de profundidad de los restos del Endurance, el barco de la expedición, encallado y hundido entre los hielos hace apenas un siglo. El barco apareció gracias a una investigación realizada por el Fideicomiso del Patrimonio Marítimo de las Islas Malvinas (FMHT, por sus siglas en inglés- “F” por Falklands), utilizando el Agulhas II, un rompehielos sudafricano equipado con sumergibles operados a distancia. Salieron encantadas, maravilladas por la composición del texto y las fotos tomadas en los hielos por el australiano James Francis Hurley (1885 –1962).

 

Pero no solo eso, la obra de Copello es un desafío a una idea que me persigue hace un tiempo: la ausencia de la Antártida en la ficción argentina, o dicho de otro modo, cómo pensar esa ausencia cuando, al mismo tiempo, la Antártida es una entidad omnipresente en esa amalgama entre ficción y realidad en la que vivimos -o quizás deba decir "producimos"- los habitantes de este país. 

 

Francisco Pascasio Moreno (1854-1919), cuando escribió su Viaje a la Patagonia austral, no solo dijo que, en las noches frías y ventosas, se reconfortaba tomando Hesperidina, una suerte de reclame del licor anaranjado creado por Melville Bagley diez años antes. Unas páginas más tarde, o quizás precediéndolas, no lo recuerdo, también afirmaba admirar a los exploradores polares que le eran contemporáneos y, para ratificarlo, sostenía haberse comido un trozo de hielo tomado del glaciar que tenía a mano. Nunca se aventuró a más.

 

En 1915 -el año del siniestro del Endurance- Leopoldo Lugones (1874-1938) publicaba su elogio al paleontólogo ítalo-argentino Florentino Ameghino (1853-1911), quien a finales del siglo XIX había dado a conocer sus trabajos monumentales sobre el origen y la distribución de los mamíferos en y desde la actual Patagonia argentina. Para Lugones, las investigaciones de Ameghino sobre la estratigrafía patagónica y la fauna fósil allí cobijada eran una clara indicación de la dirección del futuro nacional: marcaban "nuestro destino austral", es decir, hacia la Antártida, el territorio del porvenir, escenario de rescates y misiones que poblaban las noticias de esas décadas. Un tópico que más de cien años después, se repitió casi en los mismos términos, en el reciente discurso presidencial. Hasta la obra de Copello, ésta -la de Lugones- era una de las pocas ocasiones en que la Antártida aparecía en la ficción sudamericana en sentido laxo ya que se trata de un elogio bastante poco documentado y con mucho de imaginación, allí donde dice que Riesen y Faultier (gigante y perezoso en alemán), eran dos autores de origen prusiano cuando, en realidad, ese era el nombre del megaterio de Madrid. Ese destino, por ahora, nunca se realizó y la Antártida -esa es mi impresión- desapareció del horizonte de artistas y escritores por igual.  

 

Eso no quita que, en los años venideros, la Antártida se convirtiera en objeto de investigación -en su mayor parte gestionada por la Marina y los organismos científicos asociados-, sujeto a las consideraciones geopolíticas de las fuerzas armadas nacionales. En 1980, por ejemplo, el arquitecto argentino Amancio Williams (1913-1989) fue consultado por las autoridades argentinas -me refiero a las del gobierno de Jorge Rafael Videla- a fin de iniciar un estudio para construir la primera ciudad en la Antártida: una ciudad cerrada que reuniese las mismas condiciones generales del planteo de una ciudad moderna con su desarrollo lineal, arquitectura espacial, suelo libre, integración de edificios. Se ubicaría en la Península Antártica y se vincularía mediante helicópteros con las bases como Marambio. De haberse construido, debía ofrecer a su población posibilidades culturales además del contacto con el resto del mundo a través de la renovación continua de su población transitoria.

 

La primera ciudad en la Antártida: Perspectiva axonométrica exterior. Proyecto realizado por el arquitecto A. Williams.  Imagen: Archivo Amancio Williams. 


Por otro lado, estos intereses permitieron la integración científica internacional al mismo tiempo que ayudaban a configurar las fronteras nacionales. En ese marco, el sector "Antártida Argentina" fue incorporado al mapa oficial utilizado en las escuelas, diseñado en las dependencias cartográficas del ex Instituto Geográfico Militar. Desde 2020, el nuevo mapa oficial, dibujado a todo color y en la hora de la cartografía civil, presentado por el Ministerio de Relaciones Exteriores para su uso escolar, incluye la plataforma continental y extiende los límites marítimos más allá de las 200 millas. Un mapa bicontinental que empieza en el trópico y termina en el polo sur geográfico, allí donde, a casi 100 m, se encuentra la estación estadounidense Amundsen-Scott, construida en ocasión del Año Geofísico Internacional (1957) en el lugar más meridional del planeta, a unos 1300 km al sur de la latitud de las bases inglesas, chilenas, españolas y argentinas que antes y después del tratado antártico de 1959, se alojan una al lado de la otra. La base ruso-soviética Vostok, recordemos, también fue establecida en 1957, a unos 1300 km del polo, donde, en julio de 1983, se registró la temperatura más baja de la historia de esas mediciones terrestres: –89,2 °C.  Se ha convenido que el continente antártico, una parte de la antigua Gondwana, se destine a fines pacíficos y a pesquisas de todo tipo.

 

La Antártida, por su parte, no está en los mapas escolares australianos, pero sí en sus museos de historia, donde se guardan los juegos inspirados en la conquista del polo sur, una suerte de juego de la oca con el polo como meta final. O en los museos de arte, con la obra que el artista Sidney Nolan (1917-1992) realizara en 1964, luego de su visita a la Antártida en enero de ese año como invitado de la Marina de los Estados Unidos, haciendo realidad su pasión infantil por el continente y la historia de sus exploradores: Ernest Shackleton, Robert Scott (1868-1912), Douglas Mawson (1882-1958) y William Speirs Bruce (1867 - 1921). Nolan había aprovechado la oportunidad después de que su amigo, el escritor australiano Alan Moorehead (1910-1983) le sugiriera la idea en el Festival de Adelaida de 1962. Durante ocho días, Nolan viajó en helicóptero entre las estaciones, incluyendo la Amundsen-Scott. Sus impresiones se volcaron en las doscientas postales en blanco que se llevó para sus acuarelas, el material utilizado para elaborar los cincuenta cuadros que pintó en los dieciocho meses siguientes. Para ellos utilizó pintura mezclada con óleo y un gel alquídico, en lugar de óleo y aguarrás, para crear las texturas superficiales mediante su característica técnica de raspado. En esta serie, Nolan evocaba la soledad y la naturaleza de ese paisaje que tanto le había impresionado como antes había ocurrido con el desierto de su país, visto también desde el aire. La galería Tate de Londres alberga una de estas obras que representa el estrecho de McMurdo a la derecha y, a lo lejos, el monte Erebus.

 

En enero de 2023 -en el tórrido verano australiano- la Ópera de Cámara de Sydney estrenó Antarctica, donde la compositora australiana Mary Finsterer explora las concepciones históricas, míticas y científicas sobre el continente austral a través de tres personajes de la Era de los Descubrimientos, conjurados a partir de la memoria de una joven: un cartógrafo, un científico y un filósofo que viajan a la Antártida con expectativas diferentes. Para preparar su nueva ópera, Finsterer organizó un simposio en la Universidad de Tasmania en el que ella y el libretista Tom Wright pudieron reunirse con los integrantes del Instituto de Estudios Marinos y Antárticos, una de las puertas australianas hacia el polo.  

 

A la salida de “28 almas en el hielo” repartían un mapa y una galleta marinera, como esas que Shackleton racionaba entre la tripulación y que, de tanto en tanto, salen a la venta en las casas de subastas de Londres, alcanzando valores de 1.250 libras, es decir uno 2.000 dólares, como fue el caso de la galleta de la Expedición Nimrod de 1907-1900. Estas galletas eran fabricadas por la empresa británica Huntley & Palmers, enriquecidas con proteínas lácteas para soportar los rigores del viaje. La galleta en cuestión había sobrevivido intacta en la cabaña de Cabo Royds, en la Antártida, donde la Nimrod había tenido su base. En 2001, una galleta de otra expedición de Shackleton se había subastado por 7.637 libras, a pesar de que sólo quedaban migajas. Las del Teatro del Pasillo se regalan. Hoy se las comieron en el desayuno para festejar tan lindo paseo y una noche fresca en este verano tórrido.

 

Sábado 4 de marzo de 2023.

 

* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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